Jesucristo, Rey del
Universo
La celebración de la
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, cierra el Año
Litúrgico en el que se ha meditado sobre todo el misterio de su vida, su
predicación y el anuncio del Reino de Dios.
La fiesta de Cristo Rey fue
instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. El Papa quiso motivar
a los católicos a reconocer en público que el mandatario de la Iglesia es
Cristo Rey.
Durante el anuncio del
Reino, Jesús nos muestra lo que éste significa para nosotros como Salvación,
Revelación y Reconciliación ante la mentira mortal del pecado que existe en el
mundo. Jesús responde a Pilatos cuando le pregunta si en verdad Él es el Rey de
los judíos: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo
mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino
no es de aquí" (Jn 18, 36). Jesús no es el Rey de un mundo de miedo,
mentira y pecado, Él es el Rey del Reino de Dios que trae y al que nos conduce.
LA FIESTA
Cristo Rey anuncia la Verdad
y esa Verdad es la luz que ilumina el camino amoroso que Él ha trazado, con su
Vía Crucis, hacia el Reino de Dios. "Si, como dices, soy Rey. Yo para esto
he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
Todo el que es de la verdad escucha mi voz."(Jn 18, 37) Jesús nos revela
su misión reconciliadora de anunciar la verdad ante el engaño del pecado. Así
como el demonio tentó a Eva con engaños y mentiras para que fuera desterrada,
ahora Dios mismo se hace hombre y devuelve a la humanidad la posibilidad de
regresar al Reino, cuando cual cordero se sacrifica amorosamente en la cruz.
Esta fiesta celebra a Cristo
como el Rey bondadoso y sencillo que como pastor guía a su Iglesia peregrina
hacia el Reino Celestial y le otorga la comunión con este Reino para que pueda
transformar el mundo en el cual peregrina.
La posibilidad de alcanzar
el Reino de Dios fue establecida por Jesucristo, al dejarnos el Espíritu Santo
que nos concede las gracias necesarias para lograr la Santidad y transformar el
mundo en el amor. Ésa es la misión que le dejo Jesús a la Iglesia al establecer
su Reino.
Se puede pensar que solo se
llegará al Reino de Dios luego de pasar por la muerte pero la verdad es que el
Reino ya está instalado en el mundo a través de la Iglesia que peregrina al
Reino Celestial. Justamente con la obra de Jesucristo, las dos realidades de la
Iglesia -peregrina y celestial- se enlazan de manera definitiva, y así se
fortalece el peregrinaje con la oración de los peregrinos y la gracia que
reciben por medio de los sacramentos. "Todo el que es de la verdad escucha
mi voz."(Jn 18, 37) Todos los que se encuentran con el Señor, escuchan su
llamado a la Santidad y emprenden ese camino se convierten en miembros del
Reino de Dios.
"Por ellos ruego; no
ruego por el mundo, sino por los que tu me has dado, porque son tuyos; y todo
lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya
no estoy en el mundo, pero ellos si están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo,
cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.
...No te pido que los retires del mundo, sino que los guarde del Maligno. Ellos
no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu
palabra es verdad." (Jn 17, 9-11.15-17)
Ésta es la oración que
recita Jesús antes de ser entregado y manifiesta su deseo de que el Padre nos
guarde y proteja. En esta oración llena de amor hacia nosotros, Jesús pide al
Padre para que lleguemos a la vida divina por la cual se ha sacrificado:
"Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno
como nosotros." Y pide que a pesar de estar en el mundo vivamos bajo la
luz de la verdad de la Palabra de Dios.
Así Jesucristo es el Rey y
el Pastor del Reino de Dios, que sacándonos de las tinieblas, nos guía y cuida
en nuestro camino hacia la comunión plena con Dios Amor.
¿Por qué Jesucristo es Rey?
Desde la antigüedad se ha
llamado Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, en razón al supremo grado de
excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se
dice que:
Reina en las inteligencias
de los hombres porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de
El y recibir obedientemente la verdad;
reina en las voluntades de
los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y
perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus
mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en
nobles propósitos;
reina en los corazones de
los hombres porque, con su supereminente caridad y con su mansedumbre y
benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos
los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús.
Sin embargo, profundizando
en el tema, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a
Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey, ya que del Padre recibió
la potestad, el honor y el reino; además, siendo Verbo de Dios, cuya sustancia
es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es
propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo
imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
Ahora bien, que Cristo es
Rey lo confirman muchos pasajes de las Sagradas Escrituras y del Nuevo
Testamento. Esta doctrina fue seguida por la Iglesia –reino de Cristo sobre la
tierra- con el propósito celebrar y glorificar durante el ciclo anual de la
liturgia, a su autor y fundador como a soberano Señor y Rey de los reyes.
En el Antiguo Testamento,
por ejemplo, adjudican el título de rey a aquel que deberá nacer de la estirpe
de Jacob; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de
Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra.
Además, se predice que su
reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de
la paz: "Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y
dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la
tierra".
Por último, aquellas
palabras de Zacarías donde predice al "Rey manso que, subiendo sobre una
asna y su pollino", había de entrar en Jerusalén, como Justo y como
Salvador, entre las aclamaciones de las turbas, ¿acaso no las vieron realizadas
y comprobadas los santos evangelistas?
En el Nuevo Testamento, esta
misma doctrina sobre Cristo Rey se halla presente desde el momento de la
Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen, por el cual ella fue advertida que
daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David, y que reinaría
eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin.
El mismo Cristo, luego, dará
testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar
del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los
réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba
si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los
apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en
toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey y públicamente confirmó que
es Rey, y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en
la tierra.
Pero, además, ¿qué cosa
habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera
sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de
conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres,
bastante olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador, ya
que con su preciosa sangre, como de Cordero Inmaculado y sin tacha, fuimos
redimidos del pecado. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha
comprado por precio grande; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de
Jesucristo.
Encíclica QUAS PRIMAS del Sumo Pontífice PÍO XI sobre la Fiesta
de Cristo Rey
En la primera encíclica, que
al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico,
analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y
afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos
claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la
mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima,
así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado,
sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera
entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen
el imperio de nuestro Salvador.
La "paz de Cristo en el reino de Cristo"
1. Por lo cual, no sólo
exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que,
además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese.
En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio
más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del
reinado de Jesucristo.
2. Entre tanto, no dejó de
infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los
pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en
unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta
entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber
despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en
volver a sus deberes de obediencia.
Y todo cuanto ha acontecido
en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación,
¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia,
Señor y Rey Supremo?
"Año Santo"
3. Porque maravilla es
cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el
conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más
el reino de su Esposo por todos los continentes e islas -aun, de éstas, las de
mares los más remotos-, ora el crecido número de regiones conquistadas para la
fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos
misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la
suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.
Además, cuantos -en tan
grandes multitudes- durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma
guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino
postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los apóstoles y
visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de
Jesucristo?
4. Como una nueva luz ha
parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos
mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis
vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto
gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando, después de promulgados por
Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida
de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso templo de San
Pedro!
Y así, mientras los hombres
y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre
incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de
ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas
generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar
hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y
sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.
5. Asimismo, al cumplirse en
el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto
mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica
Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe
católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que,
al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe,
promulgaba la real dignidad de Jesucristo.
Habiendo, pues, concurrido
en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de
Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber
apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en
común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a
este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad
especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo nos
complace, que deseamos, venerables hermanos, deciros algo acerca del asunto. A
vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a
decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente
instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más
variados frutos.
I. LA REALEZA DE CRISTO
6. Ha sido costumbre muy
general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del
supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas
creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto
por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y
porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se
dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El
la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad
divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra
libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con
verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su
supereminente caridad(1) y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por
las almas de manera que jamás nadie -entre todos los nacidos- ha sido ni será
nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto,
es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo
como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice
de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino(2); porque como Verbo
de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener
común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como
el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
a) En el Antiguo Testamento
7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.
Así, le llaman el dominador
que ha de nacer de la estirpe de Jacob (3); el que por el Padre ha sido
constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia
y en posesión los confines de la tierra (4). El salmo nupcial, donde bajo la
imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso se celebraba al
que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo,
¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de su reino es
cetro de rectitud (5). Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro
lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su
reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de
la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará
de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra
(6).
8. A este testimonio se
añaden otros, aún más copiosos, de los profetas, y principalmente el
conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el
cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable,
el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz.
Su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio
de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la
equidad y la justicia desde ahora y para siempre (7). Lo mismo que Isaías
vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de
David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey y será
sabio y juzgará en la tierra (8). Así Daniel, al anunciar que el Dios del cielo
fundará un reino, el cual no será jamás destruido..., permanecerá eternamente
(9); y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y
he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo
del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron
ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos,
tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna, que no le
será quitada, y su reino es indestructible (10). Aquellas palabras de Zacarías donde
predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar
en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas
(11), ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?
b) En el Nuevo Testamento
9. Por otra parte, esta
misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado de los libros del Antiguo
Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se
halla magnífica y luminosamente confirmada.
En este punto, y pasando por
alto el mensaje del arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a
luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su padre y que reinaría
eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin (12), es el
mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso
al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los
justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente
le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al
encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes,
siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey (13) y
públicamente confirmó que es Rey (14), y solemnemente declaró que le ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra (15). Con las cuales palabras, ¿qué
otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de
su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de
los reyes de la tierra (16), y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica,
lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que
dominan (17). Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de
todas las cosas (18), menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los
siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos (19).
c) En la Liturgia
10. De esta doctrina común a
los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo
sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las
naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración,
durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano
Señor y Rey de los reyes.
Y así como en la antigua
salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que
con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los
emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad
y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey
descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito
oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la
oración constituye la ley de la creencia.
d) Fundada en la unión hipostática
11. Para mostrar ahora en
qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he
aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía
sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en
virtud de su misma esencia y naturaleza (20). Es decir, que la soberanía o
principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De
donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los
ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos
a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el
solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las
criaturas.
e) Y en la redención
12. Pero, además, ¿qué cosa
habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera
sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de
conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres,
harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador.
Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la
sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha (21). No
somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande
(22); hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo (23).
II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO
A) Triple potestad
13. Viniendo ahora a
explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo,
indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se
concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las
Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban
más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe católica,
que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y
como legislador a quien deben obedecer (24). Los santos Evangelios no sólo
narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes
circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes
guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad
(25). El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber
violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el
Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie,
sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo (26). En lo cual se
comprende también su derecho d